En estos días, una vez más, la esposa del presidente Peña Nieto, Angélica Rivera, sus hijas y personal del Estado Mayor Presidencial fueron captados en París, Francia, degustando en un restaurante. La molestia no se hizo esperar en la mayor parte de la opinión pública mexicana. No es para menos.
Cada bocado de esos conspicuos personajes representa un peso (es un decir) que nos quitan a usted y a mí, con todo desparpajo. Hay cuatro temas que han generado un debate artificial que no se han discutido suficientemente.
El primero reside en la interrogante: ¿La señora Rivera y su séquito fueron invadidos en el ámbito de su vida privada al ser fotografiados en París?
La respuesta legal es no, de ningún modo, por dos razones: a) Se trata de personas públicas, voluntaria o involuntariamente, en el caso de las hijas, por la actividad que realizan o por su relación con quienes llevan a cabo una vida de interés público.
El interés público no es ni el morbo ni la curiosidad. Significa aquella información que contribuye a que la sociedad pueda tener información para ejercer derechos y cumplir obligaciones con el mayor número de datos posible. Es evidente que casi todo lo que haga la señora Rivera tiene esa connotación de interés público.
Y b) Las fotografías fueron tomadas en un lugar público, en la calle. Esto, empero, no significa que cualquier persona pierde el derecho a su vida privada si se encuentra en un lugar público como regla general.
Cuando se hacen tomas o close ups a personas sin relevancia mediática y son publicadas por los medios, así se haga en un lugar de acceso al público, gozan en principio del derecho a su propia imagen; es decir, un atributo subsidiario del que corresponde a la vida privada. No es el caso en este evento que ha levantado polémica.
Segundo. Se ha dicho que la señora Rivera puede hacer lo que quiera “con su dinero” y no tiene que rendir cuentas de lo que hace porque no es funcionaria pública. Esto también es falso. De acuerdo con lo previsto en el artículo 1º de la Convención Interamericana contra la Corrupción, que forma parte de nuestra Constitución en los términos de los artículos 1º, segundo párrafo y 133 de la propia Carta Magna, la señora Rivera lleva a cabo una función pública y, por esa razón, debe rendir cuenta de lo que hace, con mayor razón si se trata del ejercicio de recursos públicos.
Tercero, no ha trascendido tanto como los dos primeros, pero habría que llamar la atención sobre el hecho de que los elementos del Estado Mayor Presidencial tuviesen rasgos occidentales que no se compadecen con los de la inmensa mayoría de los mexicanos, lo que podría dar lugar a un eventual caso de discriminación.
¿Cuáles son los criterios bajo los cuales se eligen los escoltas de la señora Rivera? ¿Es casualidad que estos hombres de tez blanca y rubia cabellera fueran seleccionados por una cuestión aleatoria o si hay lugar, por lo menos, a que se piense o se debata que puede haber un asunto de discriminación?
Y cuarto. No está demás decir que ni en Francia ni en México los agentes del Estado Mayor Presidencial gozan de atribuciones para impedir el ejercicio legítimo y legal de la libertad de expresión como fue el caso. Esto debe traducirse en responsabilidad legal para esos elementos y el afectado debería presentar una denuncia de hechos en el consulado de México en París, de suerte tal que ese lamentable incidente no quede como una anécdota más sin consecuencia jurídica alguna.
Debe quedar claro que el tema no sólo reviste un carácter de ética pública (de la cual carece esa familia, claro está), sino de responsabilidad legal. Se debe aplicar la ley, aunque en estos casos nunca se haya hecho, pero es momento de que haya una primera vez.
La señora Rivera debe ser objeto de una verdadera revisión para confirmar, o descartar en su caso, lo que se percibe con muchos indicios de que ha llevado una vida de frivolidad con cargo al erario. Nadie puede limitarle que sea frívola, pero sí que esa conducta la desarrolle con su propio dinero, no con el de los mexicanos que así parece, salvo prueba en contrario.
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